¿Cómo redescubrir mi propia vocación de padre de familia?
Vivir el día a día teniendo presente la vocación personal es la diferencia entre vivir amargado y vivir plenamente; entre vivir improvisando y vivir con propósito.
Ser esposo y padre no es algo que deba dejarse a la improvisación, aunque todos sabemos que solemos hacerlo con frecuencia. Si esta es la misión más importante que se nos ha confiado —y quizás la más trascendental que se nos encomiende en toda la vida—, ¿por qué no dedicamos más tiempo a prever y planificar para cumplir nuestra tarea de la mejor manera? No me refiero a organizar las comidas, las actividades extraescolares o las vacaciones de verano... Hablo de prever como lo hace un arquitecto al diseñar la construcción de un edificio: con visión y propósito. Aunque el que diseña una casa, tenga en cuenta los materiales de construcción, la planificación que realiza trasciende el modo concreto en que hay que colocar los ladrillos. Del mismo modo, nuestra previsión no es simplemente pensar si los niños este año tienen que comer en el comedor o no; o si conviene que hagan esta extraescolar y no otra.
Planificar en la familia es mirar a las estrellas:
¿Qué tipo de padre me gustaría ser?
¿Qué tipo de familia quiero que sea la mía?
¿Qué tipo de relación quiero tener con mis hijos?
¿Cuáles son las cosas por las que creo que me felicitará el Señor cuando llegue al Cielo?
Estas preguntas son relevantes y peligrosas al mismo tiempo. No responder también es un riesgo: el de vivir la vida sin sentido y como gastando los minutos en lo que no es importante.
La causa del hartazgo es vivir sin vocación
Que los padres de familia frecuentemente acabemos la semana con la lengua fuera y quejándonos de las circunstancias familiares es un mal hábito. Ya lo hablamos en el artículo de “Quejarse mata, alabar sana”. No obstante, para atajar esa mala costumbre se requiere un cambio más profundo que proponernos simplemente el ser más positivos. Sin un destino marcado y claro, sin una vocación personal bien definida… todo se hace más pesado, más difícil… Es como navegar en barco permanentemente y sin rumbo definido. Puede ser divertido los primeros días, pero resulta agotador tras pasar el suficiente tiempo en alta mar. ¿Por qué razón me estoy quejando? ¿Estoy haciendo lo que quiero hacer?
Una vocación bien definida nos orienta, nos da paz, nos provee de las fuerzas, nos ordena y nos facilita la motivación necesaria para cambiar lo que debe ser cambiado. Sin ella, vivimos en medio de una insatisfacción creciente que deviene necesariamente en huida o en evasión. ¿Cuántas veces, ante una casa sucia y desordenada, hemos preferido sentarnos en el sofá y ver pasar los reels de Instagram porque no sabemos por donde empezar? ¿Cuántas veces, ante unos hijos con un comportamiento revoltoso, gritamos y llamamos al orden de manera desaforada porque ya no podemos más y queremos un poquito de tranquilidad en casa? Mi intención con traerte a la memoria situaciones de incoherencia personal —y hay muchas otras, como sabes— no es suscitarte culpabilidad, sino hacerte reflexionar. ¿Cuál es la causa de mi huida? ¿Cuál es la causa de mi incoherencia? ¿Y de mi pereza? ¿Y de mi ira? ¿Y de mi indecisión? ¿Simple falta de voluntad? Estoy convencido de que muchos de los grandes vicios de nuestro carácter permanecerán ahí hasta que no aclaremos primero porqué debemos vencerlos.
Concretar la vocación
No basta una idea de la vocación que sea superficial o general. Hay que concretar y ser capaz de ver la de uno mismo con cierto detalle. Para un padre de familia, no es difícil saber que la propia vocación implica cuidar su matrimonio y su paternidad. Y para los sacerdotes, no es difícil entender que su vocación consiste en ser pastores de las almas y ministros del culto sagrado.
¿Pero basta este tipo de definiciones? Si tenemos tan claro cuál es nuestro propósito, ¿por qué fallamos tanto? ¿Por qué nos desviamos tan a menudo de nuestros principios? Creo que es una ingenuidad pensar que sólo fallamos porque nos falta voluntad. Me he encontrado a personas que, teniendo una voluntad muy poco trabajada, un cambio de visión les ha sido más eficaz que diez años de esfuerzos. Un ejemplo tonto que comenté en otra ocasión: a partir de que asumí mi condición de padre de corazón, lo de levantarme por las mañanas ya no me costaba tanto. Los defectos no cuestan tanto cuando hay un buen motivo para limarlos.
Un primer método para suscitar la reflexión acerca de cómo concretar la propia vocación, es pensar qué un día —quizá mañana— moriremos. Ser consciente de que te vas a morir te hace pensar para qué estas vivo, aunque parezca paradójico. San Ignacio, en sus reglas del discernimiento, nos propone precisamente tomar decisiones sobre lo concreto como si mañana se me fuera a reclamar el alma. ¿Seguiría trabajando hasta las 00h si mañana me fuera a morir? El mismo Jesús, en una parábola, llama al rico “necio” por ver tan lejana la muerte y ocuparse de cosas insustanciales cuando “esta noche se te reclamará el alma”.
¿Qué querría que se dijera en mi funeral acerca de mí?
¿Qué querría que dijeran mi mujer y mis hijos?
¿Qué querría que dijera el cura en la homilía?
Estas preguntas tienen fuerza y, especialmente, si utilizamos la técnica ignaciana de la composición de lugar (imaginarnos la escena con toda clase de detalles). Prueba alguna vez a hacer la oración imaginando el día en que asistes a tu propio funeral como oyente de las conversaciones que se generan en el velatorio o de a la homilía del sacerdote… ¿Qué crees que escucharías si te murieras hoy mismo de improviso? ¿Qué te gustaría escuchar?
Claro está, que uno puede desear ser reconocido por algo que en realidad no es su propia vocación. Conviene imaginar el propio funeral porque pone al corazón en movimiento, pero la respuesta definitiva se encuentra en un lugar alternativo al ataúd.
¿Quién soy y en qué quiere Dios que yo me convierta?
Creo que la pregunta sobre qué quiere Dios de mí es inexacta. Como si lo más relevante en la pregunta por la vocación fuera lo que yo tengo que darle a Dios. La cuestión es muchísimo más radical que eso. No se trata de qué tengo que hacer, sino de quién soy y quién quiere Dios que yo sea. La pregunta de la vocación es la pregunta por la identidad personal.
Concretar la vocación no es escribir una lista de tareas o tomar opción por un estado de vida. Sin duda que habrá que hacer ambas cosas llegado el momento. Pero esa acción de tomar estado, de tomar un compromiso público, es simplemente un punto de partida. Por ejemplo: entiendo que Dios quiere que me case. ¿Y una vez que me he casado ya he cumplido mi vocación? ¿Qué matrimonio quiere Dios que seamos? ¿Qué familia? Otro ejemplo: Dios me muestra que quiere que sea sacerdote o monja. ¿Vale ser cualquier tipo de sacerdote o de monja? ¿Me llama a ser carmelita? ¿Me llama a ser cura diocesano? ¿Qué carmelita quiere el Señor que yo sea? ¿Qué cura diocesano?
Cada vocación personal es única. No es asimilable a una clase de individuos. Mi vocación no es sólo un estado de vida. Puede que encuentre mi vocación en mi estado o que no la encuentre. Puede que siga al Señor siendo cura o que no le siga a pesar de ser cura. Lo mismo ocurre con el padre de familia. Porque yo me haya casado y tenga 3 hijos, no tengo porqué conocer mi vocación. ¿O me creo que basta simplemente con cumplir las obligaciones de lo que se supone que haría un buen padre de familia?
Un ejercicio para empezar a discernir
¿Para qué fui creado? ¿Quién quiere Dios que yo sea? Si tuvieras que responder en unas pocas líneas a ambas preguntas, ¿qué escribirías? Te recomiendo que hagas el ejercicio, pero antes de empezar, conviene que sepas que para hacerlo es necesario cierta madurez humana. Aclaremos primero un poco qué es eso de la madurez, lo cual nos servirá para ahorrar fracasos innecesarios en la tarea que os propongo.
El ejercicio de preguntarse por la voluntad de Dios en serio puede abrumar y confundir. Hay quienes caminan por la vida sin saber lo que quieren o, incluso, escondiendo en el corazón lo que realmente desean porque eso se contrapone a los principios y compromisos que han asumido. En ese sentido, cabe decir que sin libertad, la pregunta por la voluntad de Dios es estéril y provoca sufrimiento. Carecer de la suficiente madurez y de la suficiente libertad hace que los matrimonios se rompan o incluso que no hayan existido jamás (nulidad). Sin llegar a esos extremos, puede que yo me agobie al preguntarme acerca de la voluntad de Dios, porque tenga escondida en el corazón la premisa de que Dios querrá algo para mí que me destruirá por dentro o que me dejará insatisfecho. Eso también es falta de madurez. Como si Dios pudiera querer algo que me aniquilara como persona. Como si yo no pudiera decirle a Dios que no. Como si Él no nos hubiera creado libres para que tomemos el camino correcto. Como si el camino de Dios no fuera el más satisfactorio a la larga.
Se sabe que, en España, la edad media de las mujeres en procedimientos de divorcio es de 45,9 años y en los hombres de 48,4 años (Instituto Nacional de Estadística, 2023). Creo que esta media se corresponde bastante bien con esa etapa en la que suelen surgir las famosas crisis de los 40 o de la mediana edad. ¿En qué consiste ese tipo de crisis? Precisamente en crisis de “madurez”. En pensar que “casarme con esta persona ha sido un error”, en que “no he hecho lo que he querido en la vida”, en que “he desaprovechado mis dones”… ¿Qué es la madurez? Vivir sabiendo que soy libre, que las circunstancias no son las que me definen y que siempre tengo a mi disposición el decidir acerca de lo que realmente está en mi mano: mi propia identidad personal. Quien no se reconoce en las decisiones importantes que ha tomado, es inevitable (y bueno) que entre en crisis.
Ocurre lo mismo cuando una persona se compara constantemente con una versión ideal de si misma y termina por moverse en el plano de la fantasía. El pensamiento fantástico provoca mucha frustración y mucho sufrimiento, porque acabas persiguiendo algo que no es real y que no se puede alcanzar jamás. No es cuestión de alcanzar un ideal abstracto, sino de ver quién soy, quién quiero ser y, mejor aún, quién quiere Dios que yo sea. Y me pregunto qué quiere Él, porque me ama, porque le amo, porque no hay nadie más Sabio que Él para responder. Y su respuesta se me da desde dentro. Es Dios quien pone el deseo en el corazón. La pregunta de qué quiere Dios que yo sea es relevante porque en la respuesta está nuestra fuente de vida. Allí donde esté nuestro encuentro personal con Cristo es donde hay agua viva capaz de darnos fuerzas para continuar en el camino y hasta para alcanzar lugares ignotos.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, atrévete a escribir sobre quién eres, quién quieres ser y quién quiere Dios que tú seas. No importa la edad ni la situación, porque uno siempre puede acceder a esa pregunta. Incluso en el lecho de muerte. Y para ello utiliza la imaginación sin límites. ¿Qué cielos quiere Dios que yo transite? ¿Cómo sueña Dios que debo volar? La respuesta siempre variará de una persona a otra. Puede que haya un marco común de fidelidad, compromiso y valores, pero la realización concreta siempre será diferente. Entre dos padres de familia, siempre hay dos vocaciones. Entre dos sacerdotes, también hay dos vocaciones bien distintas. Incluso entre dos sacerdotes incardinados en el mismo instituto y entre dos padres de familia que son hermanos y cuyos hijos son de la misma edad y van a la misma clase. Dios siempre tiene preparada una vocación única para cada persona, porque la vocación es la misma persona llamada a entrar en la gloria del Cielo.
¿Cuál es la vocación de mi familia?
La tarea se complica aún más cuando nos preguntamos, no ya acerca de la vocación personal, sino acerca de la vocación de toda la familia en su conjunto. ¿Tiene sentido pensar acerca de la misión familiar? Autores como Stephen Covey señalan que sí. Es un tema del que hablaremos en profundidad en otras entregas. Sin embargo, quiero introducir que es bien relevante este asunto, porque una familia sin misión es una familia sin rumbo. Evidentemente, antes de la misión de la familia estará la misión de las personas, que deberán plantearse su propia vocación individual. Pero cabe hacerse la pregunta esencial de si la familia está contribuyendo y puede hacerlo de mejor manera para que las personas que la integran descubran su propia vocación. Por eso, para continuar, podríamos hacer el mismo ejercicio que hemos hecho con nosotros mismos. ¿Qué familia quiere Dios para nosotros? Lo más lógico es que el padre y la madre redacten juntos ese párrafo familiar, pero incluso es constructivo que cada uno lo haga por separado y que, sin enfadarse (que nos conocemos todos), pongamos en común y en contraste lo que cada uno ve. ¿No es sorprendente la diferencia de visión que podemos tener en un mismo matrimonio acerca de lo importante? ¿Estar en desacuerdo es un drama o una oportunidad? Y voy más allá: ¿y si incluimos y preguntamos a los hijos sobre la vocación de la familia? ¿Crees que tienen algo valioso que decir al respecto?
Planear hacia donde quiero ir no es controlar sino conocerse
Es bueno ir desarrollando una imagen cada vez más clara de hacia donde quiero caminar en la vida; de cuál es la felicidad que yo anhelo; de qué es lo que Dios sueña sobre mí. Eso no es controlar, sino proveerse de sentido en el obrar. Controlar sería intentar meter la vida en el pequeño cajón de mis expectativas. O pretender sustituir con mi plan la inmensa Providencia de Dios que siempre nos guarda para el camino sorpresas y giros de guión. ¿No dice el famoso refrán que el hombre pone y Dios dispone? ¡Pues pongamos para que Dios disponga! Es hermoso hacer planes serios y buenos para experimentar que Dios tiene unos mejores que los nuestros.
Un director de una empresa hace planes a corto, a medio y a largo plazo… y le felicitamos por esa capacidad. De manera análoga —y partiendo de que la empresa es una realidad de menor dignidad que la familia— es lógico que el padre de familia también aprenda a planificar y hacerlo al modo en que lo necesita la familia. El orden que necesita la familia no es el logístico, sino el de prioridades basadas en los principales rasgos de la vocación personal y familiar. En una empresa, un director planifica con el objeto de conseguir beneficios para los accionistas y para satisfacer una necesidad del mercado de manera eficiente. ¿Para qué planifica un padre de familia? Cada uno tendrá una respuesta diferente, como hemos dicho, aunque toda respuesta haya de aspirar a eso de disfrutar juntos y eternamente de Dios en el Cielo.
En los próximas semanas, iré desgranando algunas cuestiones relacionadas con el objeto de que aprendamos a discernir en profundidad cuál es la vocación personal y cuál es la vocación de nuestra familia. ¡Espero que te guste esta nueva serie de artículos!
Por último agradecer a los suscriptores de pago por su apuesta. De momento he pausado los cobros hasta que haya un número crítico. Lo explico todo aquí. Yo por mi parte, seguiré escribiendo y orando por ustedes.
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Si la vocación da sentido… ¿qué había antes de que alguien te dijera que debías encontrarla?
Dicen que no se puede vivir sin propósito… pero, ¿y si el propósito es solo una forma elegante de justificar la inercia?
Planificar el futuro, imaginar el legado, diseñar la identidad… todo suena lógico hasta que notas el glitch… ¿es realmente una búsqueda o solo un guion preescrito que aceptaste sin leer la letra pequeña?
Si no hubiera “deber ser”… si no hubiera misión… si no hubiera un rol que desempeñar… ¿qué quedaría de lo que llamas “tú”? Y más importante… ¿te atreverías a verlo?