Quejarse mata; alabar sana
El sentido de la vida es la alabanza y enfocarse en otra cosa es perder el tiempo. Por el contrario, lo que se ve es que estamos demasiado acostumbrados a la queja.
Estamos demasiado acostumbrados a la queja. Hay quien practica este deporte desde que se levanta de la cama hasta que cierra los ojos para dormir. “He dormido fatal”, “estoy cansadísimo”, “¡mierda!, está lloviendo”, “siempre llego tarde al trabajo”… También existe la queja versión “corrección”: “hay que dejar limpia la cocina”, “este email está mal escrito”, “el informe está incompleto” “para hacer bien tal cosa, debes hacer tal otra”… Nos sorprenderíamos de la negatividad en la que estamos envueltos si escucháramos un poco más.
Por supuesto que la queja tiene su función y es necesaria. Con ella evidenciamos la distancia entre nuestra pequeña percepción del “deber ser” y “la realidad”. En ese sentido, hay, como todo, quejas acertadas y quejas desacertadas. Se puede acertar corrigiendo a un hijo y se puede errar. Se puede señalar un problema familiar y se puede confundir uno al identificarlo. Por lo demás, parece que para cambiar cualquier cosa a mejor hay que gruñir un poco, así que la queja se trata un mecanismo necesario.
El veneno de la queja
Pero no nos engañemos: todos hemos conocido a ese espécimen de persona especialista en quejarse “acertadamente”. Hasta existe una versión del Grinch en católico. Muy fiel, muy conocedor de lo que falla en la Iglesia y en el mundo, muy seguro de lo que ha de mejorarse…
Hay diversos estudios que avalan que uno de los mecanismos del contagio de la depresión es la queja. Los gurús de la autoayuda citan constantemente investigaciones “neurocientíficas” que muestran cómo la queja libera hormonas tales como el cortisol capaces de afectar negativamente al estado de ánimo, a la capacidad cognitiva e, incluso, a la salud en general. Confieso que estos supuestos estudios me aburren un poco. No hace falta ser un experto en Neurociencia para darse cuenta que quejarse hace daño. Tampoco necesito remontarme a un estudio en la Universidad de California. Como padre de familia, lo percibo en mi familia en cuanto me permito un poco de observación y de silencio. Ahora que comienza el curso, es fácil empezar a reñir constantemente y pasarse el día quejándose del tiempo, de las prisas, del mal comportamiento, de las medidas tomadas por el colegio, del profesor de nuestros hijos o de la clase que nos ha tocado este año.
Consecuencias de quejarse demasiado
Lo que está claro es que si sientes que estás llamado a ser luz para otros, deberías quejarte con cuidado. Las correcciones, los remordimientos, los gruñidos, las críticas… cumplen su cometido cuando son escasos y de calidad. ¿Qué ocurre con el exceso? En el mejor de los casos, provoca el hartazgo propio y el del prójimo. Si nos detenemos un poco a observar el efecto de las quejas, veremos que una o dos quizás sirvan para arreglar cierto entuerto o para percatarse de que algo falla. Sin embargo, cuando de dos o tres quejas necesarias pasamos a la costumbre constante de señalar lo equivocado, lo que ocurre es que de corregir pasamos a exagerar y de iluminar pasamos a oscurecer.
Un hijo que recibe una crítica de su padre quizá se sienta agradecido por la oportunidad de corregir una mala conducta o de reflexionar acerca de un resultado o simplemente porque recuerda que él es importante como hijo. En cambio, un hijo que recibe constantemente críticas de sus padres, sentirá todo lo contrario. Repito: se sentirá, en el mejor de los casos, harto. Claro que hay que corregir. Los hijos que no son corregidos sufren y la ausencia de quejas se puede percibir como indiferencia. Lo que se está diciendo es que la queja tiene un umbral concreto entre el exceso y el defecto y que cada uno necesita medir muy bien para no pasarse ni quedarse corto.
Trascender con la alabanza
En el plano humano, es difícil andar midiendo cuánto quejarse. Lo evidencia la eterna batalla entre los que dicen que “hay que ser duros” y los que dicen “hay que ser comprensivos”. No todo el mundo tiene el mismo umbral de lo que es una queja razonable. Lo que para uno es mucho, para otro es poco y viceversa.
Sin embargo, lo que es un problema para el hombre común, no lo es para Dios ni para la gracia. Esta muy de moda la cantinela de que el antídoto contra el desánimo es la gratitud. De hecho, hay muchas personas que se dedican a hacer diarios de gratitud cada noche para “agradecer” al sol y a la luna las cosas buenas que sucedieron en su día. No lo critico, aunque me parezca algo extraño agradecer al “aire”. Frente a estas propuestas, creo que es mucho mejor la alabanza a Dios. ¿Pero por qué? ¿Qué es alabar a Dios? ¿Qué tiene de especial decirle a Dios lo fantástico qué es? ¿Cómo este tipo de oración es capaz de sanarnos por dentro?
En primer lugar, cabe aclarar que la alabanza no es repetir palabras de un himno predefinido (existen miles: el de los tres jóvenes, el Te Deum…). Tampoco es repetirle a Dios qué es fantástico como para aplacar su tendencia megalómana. Se trata de una forma de oración y de una forma de vida que surge en la persona cuando se percata de que ha sido salvado y de que es amado infinitamente sin merecerlo. A muchos conversos les resulta difícil entender el tono triste de la vida de muchos católicos que se han acostumbrado a que ¡todo un Dios se haya hecho, ya no sólo hombre, sino pan! Este asombro por la obra de Dios, por su majestad, por su poder, por su bondad… es precisamente la semilla de la alabanza que pone el Espíritu Santo en el corazón. Y esta semilla tiene una fuerza transformadora.
La alabanza nos da otra manera de mirar
No es un tema fácil porque muchas personas necesitan tener primero una experiencia antes de comprender en qué consiste la alabanza. Es lo que me ocurrió a mí, que fui formado en un entorno católico y conocía la palabra “alabanza”, aunque realmente no significaba mucho en mi cabeza. El descubrimiento del poder de la alabanza ocurrió en la Renovación Carismática, cuando con cantos y plegarias espontáneas, el Señor me introdujo en una actitud de oración completamente nueva. Otros tienen la misma experiencia en una misa o en un rosario o en una excursión por el monte. Pero el factor común que encuentro entre estas experiencias de alabanza es que se mira el mundo, la vida y las personas que nos rodean con unos ojos diferentes a los que estábamos acostumbrados.
Con la alabanza se mira el mundo que nos rodea y las circunstancias como salidas de la mano de un Dios que nos cuida y no del azar. Creo que la autoestima es un concepto muy en boga porque vivimos en una sociedad post-cristiana. Si sientes de lleno el amor de Dios, pierde sentido eso de guardarse amor para uno mismo. Por otra parte, mi experiencia es que la alabanza es como una autopista para abandonar la queja y el pesimismo. Y no a través de un esfuerzo denodado o a través del mantra odioso de “siempre alegres”.
Estar herido o ser pobre o ser pecador no tiene porque apartarme de la simple confesión de que Dios es Dios y de que es “mi Padre y me ama y yo soy su hijo”. De hecho, cuando uno percibe con profundidad y con el corazón que no es huérfano y que tiene un Padre ETERNO, lo que surge del corazón es el estupor, es la risa, es el llanto, es la música, es el agradecimiento, es la esperanza. ¿De qué eran las lágrimas de la mujer perdonada del Evangelio que enjugo con sus cabellos los pies de Jesús? Estoy seguro que eran lágrimas de alabanza. El que alaba, hace posible el arrepentimiento sin culpa, la corrección sin la queja, el enderezar sin machacar y el amar sencillamente.
¿Cómo hacer que la alabanza sea verdadera?
Alabar no es el tipo de actividad que está a nuestro alcance. Por eso he insistido mucho en que Padres Católicos no es como los libros de autoayuda. No existe “el método católico” para aplicar paso por paso que dé como resultado una familia feliz y perfecta. Sí, la alabanza es todo un remedio contra la tristeza y la negatividad, pero para ponerla en práctica hace falta la gracia, que nos revela por medio de la fe, quién es Dios y lo maravilloso que es. Recibir la gracia no está en nuestra mano. Se trata de un puro don divino. Para el que quiera alabar a lo grande, le basta empezar de esta manera: “abre mis ojos, Señor”.
No obstante, antes del don (en realidad, todo es gracia), sí que podemos ponernos a tiro y practicar esa alabanza natural que está en nuestra mano, reconociendo y agradeciendo la belleza y la bondad que somos capaces de ver y que nos rodea. Un ejercicio que deberíamos practicar todos los días es intentar identificar los pequeños regalos de la vida que nos ofrece el Señor y que se están manifestando ahora mismo. Para mí, uno de ellos es desayunar en familia y los besos de mis hijas cada mañana. ¡Que bueno es Dios por regalarme algo tan dulce cuando me despierto!
En ese sentido, conviene saber que existen enemigos de la alabanza y que impiden el crecimiento de la semilla del asombro espiritual:
Mirar la propia pobreza de manera autodestructiva.
Mirarte el ombligo y contagiarte de la pesadumbre porque las circunstancias son contrarias en cualquier plano de tu vida.
Preocuparte por la propia honra y por lo que piensan los demás.
…
Hay que ser muy conscientes que vivimos rodeados de voces (interiores y exteriores) que hacen todo lo contrario a la alabanza. Por ejemplo, para alabar hay que aprender a descubrir la bondad antes oculta a nuestros ojos. ¿Qué es más incompatible con esto que la murmuración? Si tuviera que decir uno de los principales venenos que previenen contra la alabanza es precisamente la murmuración, que nos hace arrojar siempre un velo de desesperanza sobre las personas, sobre las instituciones, sobre los seres queridos… Además, frente a la murmuración, que introduce juicio en la propia vida y nos va obligando a un estándar social para no ser criticados, la alabanza aporta libertad. Quien alaba solo se preocupa del juicio de Dios.
La alabanza es la plenitud de vida
En realidad, si analizamos con calma, descubriremos que la alabanza es la verdadera plenitud de la vida. En otra ocasión comentaremos con calma lo que dice el Catecismo al respecto (cfr. CIC 2639 y ss.). Sin embargo, me gustaría dejar claro que esto de la alabanza ni es un invento de los carismáticos ni de los pentecostales ni del Concilio Vaticano II. Dice San Ignacio de Loyola en el “Principio y fundamento” de sus célebres Ejercicios Espirituales que la alabanza es la misión principal del hombre en esta vida y también que es el principio básico para realizar cualquier discernimiento. ¿Cuántas veces me pregunto si tal acción o tal decisión que voy a tomar es alabanza del nombre de Dios? ¿Esta palabra dicha a mi esposa alaba a Dios o me sirve para reafirmarme en mi orgullo, en mi miedo, en mi seguridad…?
Cuando se dice que en el cielo simplemente alabaremos, hay quien le da miedo acabar en un lugar aburrido para estar enajenado para siempre. El que piensa así vive demasiado imbuido de las categorías terrenas. Allí no habrá límites en la diversión, aunque todo lo que hagamos, todo lo que cantemos y todo lo que hablemos sea para alabanza de la Gloria de Dios. La Escritura constantemente nos dice que hemos sido creados por Dios para eso:
“Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 4-6)
Si hemos sido creados y elegidos para “alabanza de su Gloria”, ¿qué es lo que nos hará felices aquí en la tierra y en el cielo? ¿Qué es lo que más ayudará a sanar nuestros matrimonios, familias y relaciones? La respuesta la tengo clara.
Ni alegría ni tristeza
Alabar a Dios no va de alegría o de poner al mal tiempo buena cara. De hecho, se requiere algo de nostalgia para alabar a Dios de manera genuina. En realidad, una cantidad desmesurada tanto de alegría complaciente como de desesperación son incompatibles con la alabanza verdadera. Alabar supone en parte tener tristeza de lo presente y desapego de lo que puedo ver, de lo que puedo tocar y sentir. Si no poseo esta actitud, difícilmente me remontaré a mirar la maravilla oculta en los pequeños detalles de la vida y que se encuentra tras el velo que separa este mundo del futuro.
La familia se beneficia de la alabanza
No es fácil aplicar este espíritu a nuestra vida cotidiana. El pensamiento piadoso es un adversario demasiado fácil para el estrés cotidiano. Yo, por lo menos, paso de la alabanza a la bronca fácilmente. No basta con una intención aislada. La alabanza debe convertirse en un hábito que vaya extendiendo sus raíces y vaya transformando la cotidianidad estéril en un jardín precioso.
Una manera sencilla de comenzar es transformar “la alabanza” en el ítem principal de nuestro examen personal. Cada noche, antes de cerrar los ojos, podemos observar nuestro día con una mirada diferente y mirar lo bueno, bello y verdadero que ha sucedido para alabar y reconocer a su AUTOR. Siempre hay alguna joya escondida por Dios lo suficientemente valiosa como para honrarle y alabarle. El beneficio de mantener este hábito cada día es incomensurable.
Aviso a navegantes: no es necesario sentir nada al principio. Alabar no va de sentir, sino de aprender a situarse en el mundo. Hay personas que empiezan a alabar y esperan un progreso psicológico y espiritual inmediato. Mi experiencia es que se empieza a sentir cuando uno se desintoxica de la mentalidad mundana del “nada es suficiente”. A disfrutar se aprende con tiempo.
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Me ha gustado mucho tu reflexión, muy constructivo. Te animo a que sigas publicando este tipo de contenidos cristianos para familias, muy escasos y tan necesarios